por Vicente Romero el 02 Nov 2009
Ha pasado un año desde que Obama se perfiló antes las urnas como una promesa de paz y de progreso. Figura contrapuesta al belicismo, al dogmatismo y a la mediocridad de George W. Bush, el mundo quiso encontrar en Obama algo más que un primer presidente negro. Y una opinión pública tan necesitada de sueños políticos como de líderes en los que creer, se embriagó de optimismo ante su victoria en las urnas.
Sin embargo, las esperanzas empiezan a desvanecerse. Sus grandes promesas, que se anunciaban de cumplimiento inmediato, han quedado diluidas o aplazadas. Y el popular yes, we can de la campaña electoral suena ya como una vieja canción nostálgica. Es cierto que nueve meses y medio en el poder representan un plazo demasiado breve para hacer balances categóricos. Pero sí permiten contrastar palabras y hechos con cierta perspectiva. Las encuestas aseguran que la popularidad de Obama ha descendido diez puntos. Y que el respaldo a su gestión, aun superando el 50 por 100, denota un creciente desencanto. La impaciencia crece entre los votantes demócratas más concienciados y, en general, en los sectores más liberales.
Parece que Obama ha tropezado con más dificultades y resistencias internas de las que esperaba. Pero resulta evidente que tampoco ha puesto demasiado empeño en forzar los límites reales del poder. Así, ha dedicado a los grandes bandidos de la banca privada más adjetivos duros que medidas eficaces para frenar el latrocinio financiero. Y ha puesto mayor empeño en salvar a los especuladores que en luchar contra las consecuencias sociales de la crisis por ellos provocada.
El gobierno de Obama ha conseguido que la Bolsa recupere el pulso y que algunos sectores económicos al borde de la quiebra --como la industria del automóvil-- vuelvan a ser rentables. Pero la creación de puestos de trabajo va mucho más lenta de lo deseable. Y en Wall Street siguen vigentes los despiadados usos que priman la obtención de beneficios sobre cualquier consideración ética, sin que se haya planteado la reforma de una normativa que permite los abusos y garantiza la impunidad.
Sería un logro histórico que Obama ganara la compleja batalla legislativa por la reforma de la Sanidad, que es su gran meta social, aun minimizando los daños para la poderosa industria privada de la enfermedad. En la política energética también se ralentizan los anhelados cambios, y se anuncia otra dura batalla en el Congreso frente al lobby petrolero. Los derechos humanos y los gestos formales son siempre la tela más asequible para que los políticos se vistan con elegancia. Así, Obama proscribió formalmente la tortura. Pero sus órdenes de cerrar las cárceles secretas de la CIA no implicaron que se revelara su emplazamiento ni él número, la identidad y el destino de sus prisioneros. Y Guantánamo sigue sin solución. Ya no se habla de guerra contra el terrorismo y el presidente rinde públicos honores a los caídos, tras levantar la censura que impuso Bush sobre las imágenes de ataúdes militares. Pero las decisiones sobre Afganistán se demoran mientras la situación empeora.
Las enormes expectativas que un año atrás concitó Obama se traducen hoy en dudas. Sin duda alguna su gestión de gobierno ya supone una importante mejora respecto a la de Bush, aunque solo sea porque --como decía Michael Ratner, presidente del Centro de Derechos Constitucionales-- ‘se comporta como un ser humano.’ Pero, un año después de su victoria electoral, el mayor cambio se limita todavía a ese nuevo talante político.
Fuente:rtve.es